Andrés Antebi

Canaletes: pasión junto a una fuente

Una criatura monstruosa

Tal vez porque es hoy el gran lugar común _se lo ame o se lo odie_ en el día a día de millones de vidas, los científicos sociales no han prestado todavía demasiada atención a uno de los mayores fenómenos que han experimentado las ciudades del mundo entero en los últimos tiempos: la eclosión de un deporte sencillo, el fútbol, como espectáculo global.

Ese juego, que nació a mediados del siglo XIX en las escuelas privadas de la Inglaterra victoriana _bajo el control de una generación de pedagogos higienistas_; corrió como la pólvora por todos los puertos, a bordo de los barcos británicos. Y es prácticamente el mismo juego que constituye hoy, a escala planetaria, no sólo un “hecho social total”, como lo definiría Marcel Mauss, sino también una especie de “criatura monstruosa” que ha acabado por dejar sin argumentos a sus opositores _sean estos moralistas burgueses o intelectuales de izquierda_ y ha arrasado en muy pocas décadas los márgenes inicialmente propuestos para contenerlo.

En una ciudad como la actual, descentrada y estallada, atravesada por cosmovisiones, actitudes y referentes simbólicos diversos, el fútbol –macronegocio en beneficio de multinacionales o partidillo en un descampado_ es una de las pocas actividades que convoca y aglutina. Irrumpe en el campo del desarraigo, el anonimato y la indiferencia, y justo ahí, ayuda a desplegar un imaginario común, un lugar alrededor del cual todavía es posible juntarse, reunirse y reconocerse.

Si queremos rastrear las gigantescas dimensiones emocionales que el fútbol ha acabado por alcanzar, a veces no hace falta más que mirar por la ventana, caminar por la calle o ver el telediario. El equipo de fútbol se ha convertido, a lo largo del siglo XX _Barcelona es un magnífico ejemplo de ello_ en una parte esencial, motora, de los procesos simbólicos y políticos de construcción de un barrio, una ciudad o una nación. Por afirmación y por oposición, el equipo funciona como estandarte de una identidad colectiva vinculada a un lugar. Un escudo, una bandera o una camiseta condensan los anhelos de esa “comunidad imaginada” , que amarrada a símbolos, rituales y prácticas, une a la población en un “nosotros” situado por encima y más allá de las conciencias individuales.
“Tant se val d’on venim si del sud o del nord”, proclama el himno actual del Futbol Club Barcelona, e inmediatamente añade: “però tots estem d’acord, estem d’acord”. Como dijo Vázquez Montalbán, uno de sus grandes cronistas, el club, fundado en 1899, se ha erigido con el tiempo en “el ejército desarmado simbólico de Catalunya”.

Todo empezó con el empeño de Joan Gamper y un grupo de emigrantes suizos y británicos que publicaron un pequeño anuncio en el diario “Los Deportes”. Al año siguiente, finales de 1900, un grupo de universitarios catalanes fundó la Sociedad Española de Football (el futuro Español). En pocos años, nacerían otros muchos clubs, como el FC Escocès, el Athletic Club Galeno, el Club Hispano-Americà, el Irish FC, el FC Internacional, el Ibèria, o el misterioso FC X , activo entre 1902 y 1909.

Entonces el foot-ball era aquí un sport menor, con pocos practicantes y visto con extrañeza por los locales. El primer partido se jugó el 8 de diciembre de 1899 en el Velódromo de la Bonanova entre el Foot-ball Club Barcelona y “algunos miembros de la colonia inglesa de la ciudad”. La mecha prendió. Y ya nadie pudo apagar el fuego.


El fútbol y La Rambla

Un factor clave en la consolidación del foot-ball en Barcelona fue la propagación de la prensa deportiva. Los primeros números de Barcelona Sport (1897), El Mundo Deportivo (1906), La Jornada Deportiva (1921), Xut! (1922), Sports (1923) o L’Esport Català (1925) son una muestra inequívoca de hasta qué punto el higienismo social, inspirado en una especie de “cristianismo muscular”, influyó en la difusión global del sport. Para esos periódicos, el deporte ayudaría a “limpiar de brutos e imbéciles” una ciudad por aquel entonces desgarrada por el conflicto. A través del deporte se promovía una nueva y poderosa filosofía: mens sana in corpore sano. Un hombre nuevo, disciplinado, en una ciudad nueva, ordenada y limpia. La aparición de esa prensa deportiva aleccionadora, estableció el primer vínculo directo entre la práctica del fútbol y La Rambla barcelonesa. Ya no se rompería.

En las primeras décadas del siglo XX, los periódicos deportivos, que hacían furor en los quioscos y volaban de las manos de los vendedores, sirvieron para alimentar las tertulias en los cafés. Y hacia mediados de 1920, la charla deportiva se extendió a la casa, al lugar de trabajo y saltó a la calle. Así lo cuenta un asombrado Juli Vallmitjana en “La dèria nova” (1924), un sainete que recoge los primeros compases de la imparable expansión de la pasión futbolística en la ciudad.

Junto al quiosco circular de Canaletes, decenas de seguidores de distintos equipos se enfrascaban en larguísimos debates sobre aquel nuevo sport. Las aglomeraciones callejeras crecían semana a semana, a voz en grito. El principio de La Rambla devino en aquellos años un ágora que de algún modo constituía una extensión de lo que ocurría en los estadios, como si tras los noventa minutos reglamentarios, se jugase una especie de tercer tiempo “oral” del partido, que tenía lugar en plena calle. Más adelante se formaron corros casi a diario, pero el domingo y el lunes fueron siempre los días más concurridos. Así describía el ambiente la escritora sevillana Rafaelita Ferro, en una crónica deliciosa de 1925:

Llegamos a Canaletes y allí se nos ofrece un espectáculo altamente simpático y animado. Aquél es el punto de reunión de todos los jóvenes deportistas barceloneses; forman grupos de cuarenta, cincuenta y hasta cien muchachos. En el centro, los mejor informados, detallan los triunfos o las derrotas de los ases del deporte; va corriendo la noticia de uno a otro; los que oyen no son siempre del mismo parecer, y gritan y protestan; los partidarios del ídolo aplauden para acallarlos. Todo esto a grandes voces, gesticulando y accionando, marcando los puntos.

De pronto, como un enjambre de mariposas alocadas, en medio de este ir y venir de la gente, aparecen risueñas y bulliciosas las modistillas. Vienen de todas direcciones, cogidas del brazo, en hileras de cinco o seis, como bandas de palomas, como una oleada de perfume y frescor. A la vista de ellas resalta más la nota de vitalidad que se respira, y el marco de gran cuidad que lo envuelve todo resulta más cordial y acogedor.(…) No llevan nada a la cabeza, solo se adornan con la coquetería de su peinado a la romana, a lo chico, a lo Perico; el cabello muy brillante, la cara algo empolvadita y un tantito pintadas las mejillas y los labios. Un cuerpo muy gentil y muy salado que se cimbrea al vaivén de un rítmico taconeo y mientras los muchachos las rodean, requebrándolas, ellas contestan con ingenio y soltura las finezas.

Muy de vez en cuando, sobre todo tras los enfrentamientos directos entre los equipos, la cosa subía de tono y se registraban incidentes en la zona, especialmente entre los hinchas del Barça y del Español.
Durante esa década, cuando a la fiebre conversacional se le sumó la fiesta popular, el fútbol acabó por desplegar el grueso de sus potencialidades socializadoras. Al principio, la fiesta fue “fiesta de bienvenida”, recibimiento multitudinario y entusiasmado al equipo ganador, con una puesta en escena muy similar a la de los antiguos recibimientos de los ejércitos en los “desfiles de la victoria”: la multitud flanqueando y vitoreando a sus héroes desde las aceras.
Al parecer, fue en 1928 cuando Barcelona vivió la primera gran celebración multitudinaria en la calle tras una victoria futbolística. El Barça ya contaba con cerca de 10.000 asociados y había logrado un “heroico” triunfo en el Campeonato de España, tras una final a tres partidos contra la Real Sociedad. La recepción a los jugadores en la Estación de Francia fue apoteósica. Así se describía en algunos pasajes de la crónica periodística:

El recibimiento de ayer, verdaderamente inolvidable, no tiene parangón posible con cualquier otro de los hechos al equipo campeón. El entusiasmo desbordose continuamente en la estación, a su paso por las calles, en la plaza de San Jaime y en los aledaños del local social de la Federación Catalana; sucediéronse las ovaciones y los vítores incesantemente, y los equipiers fueron estrujados por centenares de brazos, que les demostraron efusivamente el contento con que ha sido recibido su última proeza.

En la temporada siguiente el Barça conquistó además su primera Liga, superando al Real Madrid en el último tramo del campeonato. La ciudad olía ya a República y el club azulgrana, cada vez más asociado a valores republicanos y catalanistas, derrotó al Español _cuyos aficionados eran en su mayoría de corte monárquico_ en un match emocional que marcaría para siempre las trayectorias de ambos clubs.
Fue en ese momento de éxito deportivo barcelonista y apogeo republicano, cuando nació el semanario La Rambla (1930). Bajo el lema “Esport i ciutadania”, el periódico – que no escapaba del sesgo higienista dominante en la prensa deportiva de la época_ combinaba noticias deportivas con propaganda política. La publicación incluía semanalmente en su cabecera proclamas como “Homes forts d’avui, poble fort de demà”, “Recordeu els vostres germans exiliats o empresonats” o “Amnistia, amnistia, amnistia”. Su director y alma máter, fue Josep Sunyol i Garriga, presidente del RACC, directivo del Barça y destacado militante de Esquerra Republicana.

Sunyol, como se afirma en una biografía sobre el mandatario , tenía la intención de “aprovechar la pasión que las masas sienten por el deporte para, a través de un periódico deportivo, inculcarles el espíritu de ciudadanía, la catalanidad y el republicanismo”.

La redacción de La Rambla estaba en la Rambla de Canaletes 13, justo en frente de la Font de Canaletes. Y como en ese tiempo no existían aún las retransmisiones televisivas ni radiofónicas, cada domingo, los redactores del periódico colgaban en la fachada una tablilla con el resultado de los partidos de los equipos catalanes que jugaban fuera de casa. Tras cada victoria del Barça, los aficionados allí congregados improvisaban junto a la fuente pequeños festejos, con cánticos, banderas y gritos.

La fuente de hierro forjado es una pieza fabricada en serie, al parecer en Francia. Hay decenas de ellas por el mundo y no tiene ni un interés artístico excesivo, ni una historia importante como objeto. Sin embargo, hoy es uno de los emblemas de la ciudad. “La nostra reina de les fonts _recuerda Sempronio_ té encara més mérit, car ha assolit fama essent insignificant, vulgar, purament funcional, no distingint-la res de les altres moltes fonts locals” .
Aunque cuente con una publicitada “Font Mágica” en Montjuïc, Barcelona es una ciudad que no ha elaborado, como sí otras capitales, excesivas mitologías alrededor de sus fuentes. Pero, ¿quién no conoce la leyenda de que beber de las aguas de la Font de Canaletes engendra un perpetuo amor a la ciudad? El mito, repetido generación tras generación, tiene un origen incierto. Pero sigue vivo, y hoy millones de visitantes lo corroboran.
Ya en 1905, Eugeni d’Ors dedicó a la fuente, apelando a “les entranyes de la ciutat nostra”, una de las pocas glosas apasionadas que sobre ella se han escrito:

Oh aigua, aigua fresca de Canaletes, consol que ve del si de la Barcelona mare, per a sos fills acalorats pel no repós! Aigua nostra, munta generosament fins a nosaltres, que tenim set! Munta, perquè la gran set que tenim, no altra més que tu sabrà guarir-la. Tu que has travessades, conservant miraculosament ta fredor, les entranyes de la ciutat nostra, ardent del mateix foc que crema dins de nosaltres.

Según las crónicas, la fuente de Canaletes nació situada en los Estudios Generales –embrión de la Universidad de Barcelona_ y cuando estos fueron derribados, se colocó justo en el centro de la cabecera de La Rambla. Años más tarde, fue reinstalada en un lateral, semiescondida bajo los plátanos. Algunos sostienen que se reubicó para mayor comodidad de los conductores de tranvías, que paraban siempre junto a ella, especialmente en verano, a “beber su traguito de agua” .
Las aguas de Canaletes procedían originalmente de Collserola, eran de gran calidad y supuestamente tenían propiedades curativas. Por ello, en tiempos en los que no había agua corriente en la ciudad, eran muy apreciadas por la gente de los barrios cercanos. De hecho ocurría lo mismo con el resto de las fuentes públicas. Las colas eran frecuentes, había peleas y llegó a ser obligatorio obtener permisos municipales para abastecerse en ellas.

Como ocurre con la mayoría de las tradiciones populares más arraigadas, no se sabe con exactitud ni cómo ni cuándo esa fuente pasó a ser el símbolo de referencia en las fiestas de la victoria. Podríamos aventurar que un día, a alguien, se le ocurrió trepar. Lo cierto es que la Font de Canaletes es el epicentro indiscutible de las celebraciones futbolísticas. De vez en cuando, actúa como reclamo, punto de referencia y eje de un remolino humano que la venera, la toca, la viste, se encarama en ella, o se remoja alborozado con sus aguas.
Y no sólo en el caso de las victorias del Barça. Desde hace años, cuando un equipo de fútbol gana el Campeonato Mundial, es muy común ver alrededor de la fuente centenares de seguidores con las banderas de sus países y, sin ir más lejos, en 2008, cuando la selección española ganó la Eurocopa, miles de aficionados se dieron cita en el lugar.
Pero volvamos al hilo de la historia. Concretamente al 14 de abril de 1931, día de la proclamación de la II República. Aquella mañana, Lluís Companys se desgañitó ante escaso público desde el balcón del Ayuntamiento. Sin embargo, horas más tarde, el corazón de la ciudad se estremeció como nunca hasta entonces. Multitudes eufóricas lo tiñeron de fiesta con los colores de las banderas republicanas, las senyeres y algún que otro destello azulgrana. Aquella lejana explosión de júbilo republicano, es una de las más evidentes precursoras de las celebraciones de las victorias del Barça: desde todos los puntos de la trama urbana, la muchedumbre sale de sus casas, mecánicamente, como impelidos por una fuerza superior, en dirección al centro de la ciudad. En la calle, los grupos de gente se van juntando hasta conformar una verdadera marea humana que penetra e inunda La Rambla y la Plaça de la República (Sant Jaume). Allí, en el corazón físico, psíquico y simbólico de la urbe, se desata una fiesta de la victoria que es a la vez fiesta de liberación. Y no por casualidad. La fiesta convoca y aglutina en un “nosotros”, pero a la vez separa, delimita, divide con claridad. Se erige contra otro. La monarquía o el Real Madrid, por ejemplo.


Calle sin salida

La posguerra y el franquismo tiñeron de sangre y silencio el panorama. Tertulias callejeras, celebraciones festivas o simples reuniones fueron acalladas con órdenes del tipo “¡No formen grupos!”, “¡Disuélvanse!” y métodos mucho más expeditivos. En agosto de 1936, Sunyol i Garriga, que había llegado a presidente del F.C. Barcelona, fue acribillado en Guadarrama. Su muerte produjo una enorme conmoción en la ciudad. Sin embargo, tras el final del franquismo, la recuperación de la figura del llamado “presidente mártir”, olvidada durante décadas, supuso un espinoso asunto para el club. Según el relato de Jimmy Burns , cuando se le planteó el caso al todopoderoso presidente Josep-Lluís Núñez, éste, al más puro “estilo transición”, respondió: “Lo mejor es olvidarlo”.

A pesar de los repetidos ataques del régimen franquista –cambiar el nombre del club, retirar toda simbología alusiva a Catalunya, imponer a sus directivos, etc._ el C.F. Barcelona se convirtió en uno de los refugios de la resistencia política y social. En 1940, el club, roto, tenía sólo 4.760 socios. Sin embargo, en 1948, cuando se celebró la primera asamblea de la posguerra, la cifra alcanzaba los 20.704 abonados. En las tribunas de Les Corts, los aficionados no hablaban sólo de fútbol.
En la temporada 1951-1952 el “Barça de las 5 Copas” entró en la historia con un juego que admiró al mundo futbolístico. Ladislao Kubala, el líder de ese equipo, fue, con permiso de Samitier y Ramallets, el primer gran ídolo de las masas del Barça. Tras la conquista del título de Liga, se organizó una disciplinada celebración en el campo. La Vanguardia publicó un tímido, casi desencantado breve:

Victoria deportiva barcelonesa. Por hoy nos toca, como registradores de los sucesos ciudadanos, dejar constancia del hecho y de la exteriorización de la alegría de sus partidarios en especial y la satisfacción de los barceloneses en general por el éxito conseguido por su Club futbolístico más representativo, traducida en las pancartas alusivas que florecieron en las gradas de Las Corts, unidas a la elevación de globos y el disparo de cohetes, que pusieron en el atardecer del domingo la rúbrica del entusiasmo azulgrana por el triunfo deportivo de su equipo.


Canaletes, por goleada

Los aficionados del Barça no volverían a celebrar masivamente una victoria en Canaletes hasta el año 1974, tras el 0-5 contra el Real Madrid en el Bernabéu. Esa tarde, el holandés Johan Cruyff se convirtió en uno de los grandes mitos de la historia del club. Hoy es el seleccionador de Catalunya. La humillación al eterno rival desató la euforia y buena parte de los barceloneses perdieron de golpe el miedo a los grises. Partícipes de aquella fiesta callejera inimaginable, recuerdan lo asombrosa que les pareció la visión de la multitud saltando y gritando en Canaletes. En su vida habían visto nada parecido. Al gentío de a pie, se sumaban los automóviles, colapsando las principales arterias del centro. Muchos que no eran del Barça, ni siquiera futboleros, como ocurre hoy en día, se echaron a la calle a respirar el ambiente. Un aficionado, enajenado, envuelto en una bandera, blandía una botella de champaña y repetía “¡¡Zero-cinc, zero-cinc, ja puc morir tranquil!!”. Fue inevitable hacer una lectura política de lo sucedido: era el régimen el que –también tranquilo_ empezaba a morir.
Ese mismo año, el club, con casi 70.000 asociados conmemora su 75 aniversario. Y el 16 de mayo de 1979, tras la victoria en la final de la Recopa en Basilea, contra el Fortuna de Dusseldorf, Canaletes vive la primera gran celebración futbolística de la democracia.
Desde entonces, temporada a temporada, y victoria a victoria, esas fiestas populares semiespontáneas, hechas de transcursos y cúmulos caóticos , de tránsitos _en el doble sentido de la palabra_, empezaron a hacerse cada vez más frecuentes. Y se intensificaron con la aparición de Televisió de Catalunya, cuyas emisiones en directo se convirtieron en “parte de la fiesta” _y motivo de sobreexcitación de la hinchada_ desde la década de 1980.
El ritual vivió uno de sus momentos de máximo apogeo la noche del 20 mayo de 1992, tras la consecución de la Copa de Europa en Wembley. El gol de Koeman fue esta vez el pistoletazo de salida y el corazón de la ciudad volvió a colapsarse de automóviles y aficionados enfervorizados. La prensa local se sumaba a la locura y los turistas japoneses entraban en escena:
Barcelona vivió ayer una de estas noches que no se olvidan jamás. Y la fuente de Canaletes se convirtió en el epicentro de la alegría, del júbilo y de la lógica histeria colectiva.(…) La ocasión fue especial. "Hem guanyat la Copa d'Europa!", "Barça, Barça, Barça!", "Visca el Barça i Visca Catalunya!", eran algunos de los vítores que se entremezclaron con las bocinas de los automóviles, las trompetas de los aficionados, los cohetes, tracas y demás artilugios. Los embotellamientos eran celebrados esta vez con las bocinas, cánticos y flamear de bufandas. (…) La Rambla quedó cortada al tráfico y un grupo de turistas japoneses, que se dirigían en taxi al hotel, tuvo que realizar el trayecto a pie. No entendían lo que sucedía, hasta que unos aficionados les obligaron a beber cava en una monumental botella.

Esas aglomeraciones, como ocurre en toda expresión de la masa festiva en la calle, permiten a sus integrantes abandonar momentáneamente su existencia individual para pasar a formar parte de una comunidad claramente definida, in situ. La fiesta transforma, moldea un espacio en el que habitualmente el anonimato es ley y lo convierte durante unas horas en el escenario de una gran performance en la que la propia identidad se representa.
Sus protagonistas _los seguidores_, despliegan, cuerpo a cuerpo, saltando, bailando, abrazándose, gritando, cantando, o rompiéndolo todo, esas energías desbocadas, casi siempre ocultas, que tanto miedo dan a los gestores contemporáneos de Barcelona, cuando no son ellos los que las convocan.
No es para menos. La Rambla, convertida hoy en uno de los escaparates principales de la ciudad, ha ido perdiendo, año a año, su proyección festiva y reivindicativa. Contadas manifestaciones la recorren y tan solo las fiestas futbolísticas desacatan frontalmente, cuando toman el paseo, el nuevo orden cívico-turístico imperante. Es probable que en una hora de fiesta en Canaletes, se vulneren la totalidad de las disposiciones de la polémica ordenanza cívica, en vigor desde el año 2006.

Como decíamos antes, la dimensión corporal, física, de la fiesta es fundamental. Nos remite de nuevo a ese “tercer tiempo” que se desarrolla, a su vez, en una “tercera dimensión” _la calle_ más allá de la televisión o el estadio, una vez el partido ha concluido.
Si hoy, los estadios de fútbol registran las aglomeraciones humanas más habituales en la vida urbana, si el rito y el espectáculo se han fundido allí hasta dar lugar a una marca sagrada en el mapa, mayor incluso que la de las catedrales, es porque lo que allí ocurre genera amor a un lugar, sentido de lealtad por un lugar. En el estadio, sin embargo, cada uno de los miles de espectadores asistentes tiene su lugar, y todos van a presenciar el espectáculo. Gritan, cantan, gesticulan, patalean, lloran y se abrazan, pero no son ellos los actores principales.

En cambio, en la calle, es la gente, más allá de los “dioses del balón”, la que asume el protagonismo. Sin mediaciones. En función de un gol, en La Rambla, junto a la fuente, podemos ver muy de cerca como es esa pasión, esa catarsis en que la fiesta subsume a sus participantes. Como una posesión. Todos y cada uno de los que se dejan arrastrar por el delirio festivo son víctimas de un trance en que la personalidad ordinaria ha sido suplantada por otra cosa. Un trance en que individuos ordinarios, grupos sin poder y otros actores de reparto, toman por asalto los escenarios grises de la rutina cotidiana y levantan en ellos, con sus cuerpos, la utopía efímera de una comunidad humana dueña de su propio tiempo y de su propio espacio. Cuando los cuerpos se retuercen y toman la calle, desbordan rotundamente el mapa rectilíneo con el que sueñan gestores y urbanistas.

No por casualidad, en Brasil, a los seguidores de fútbol se les llama torcedores. El sustantivo torcedor designa la condición de aquel que, apoyando a un equipo, tuerce, retuerce, gira, encaracola, casi todos sus miembros, co-actúa motoramente en la esperanza de la victoria. Torcer evoca una participación plástica e intensa, que trasciende a la figura del espectador, como si de veras fuese posible contribuir, con la conducta corporal, al éxito del club, el barrio, la ciudad o el país entero.

El modelo festivo apuntado se ha mantenido, en líneas generales, muy parecido hasta el día de hoy. Sin embargo, con los años, ha ido variando en diversos aspectos. Algunos son más o menos anecdóticos, como la eliminación de las famosas sillas de alquiler de Canaletes, en el año 2000. Según la web del Ayuntamiento: “Se tuvieron que retirar para permitir el paso de los turistas”. Su desaparición despojó a los aficionados de última hora –los más virulentos_ de uno de sus elementos arrojadizos preferidos y ayudó de paso a preservar las cristaleras de las hamburgueserías de la zona.
Otras mutaciones son de mayor calado. Como no podía ser de otra manera, en las últimas décadas, el aumento de extranjeros –turistas o inmigrantes_ participando de las celebraciones en Canaletes ha sido muy significativo. Un cambio que habla, entre los aullidos de alegría, de las profundas transformaciones que vive la Barcelona contemporánea. Y que muestra hasta qué punto la marca “Barça” es _más allá de Gaudí, la playa o la propia Rambla_ el mayor promotor exterior que tiene la ciudad.

Durante este último ciclo triunfal (2009), en un contexto de profunda crisis económica y política, algunas de las celebraciones han tenido un final especialmente violento –duras cargas policiales, destrucción de escaparates, saqueos, quema de mobiliario urbano y unidades del bicing. Desde las masivas manifestaciones contra la invasión de Irak en 2003, no se habían registrado incidentes similares. Por ello, la conveniencia de La Rambla como epicentro de la fiesta ha vuelto a ser fuente de polémica. Algunas voces se levantan pidiendo urgentemente un cambio de lugar y el confinamiento o el alejamiento definitivo de la algarabía. Como siempre, son voces acogidas con indiferencia.
En plena polémica sobre el uso de Canaletes para las fiestas de la victoria, la obsesión del consistorio por el control de la calle, encontró la interesada colaboración de TVC, que organizó una maniobra de distracción –o de domesticación_ en la Plaça de Catalunya, tras la conquista de la Liga. Se montó un gigantesco set para emitir la fiesta en directo. En realidad era una especie de show televisivo paralelo, destinado a crear un foco de atención más allá de los celebrantes y así rebajar la intensidad callejera. Pese a todo, la Font de Canaletes mantuvo, una vez más, su magnético poder de convocatoria.
Mientras tanto, desde rotativos como La Vanguardia, se volvía a poner sobre la mesa otra dosis de ese manido discurso que se empeña en convertir la calle en un espacio desconflictivizado y dócil. En un artículo titulado “La Reconquista de La Rambla”, bajo el encabezamiento “Desde Canaletes”, Ketty Calatayud escribe:

La noche del pasado sábado, unos cinco mil seguidores enfundados en camisetas y bufandas azulgrana se apoderaron de Canaletes, como en los mejores tiempos del barcelonismo, expulsando de su santuario a las prostitutas, lateros y camellos que han convertido el gran bulevar de la ciudad en un territorio comanche sólo apto para turistas en busca de vicio. Los cánticos culés tradicionales y los más recurridos para la ocasión –”Campions, campions”, “Madrid se quema...”, “Eo, eo, eo, esto es un chorreo”– sustituyeron el sábado noche a los reclamos de los vendedores de droga que ofrecen sucedáneos de hachís, pastillas y cocaína, al “Cerveza, birra, beer” de los dispensadores ambulantes del líquido dorado, a las ofertas sexuales susurradas por las prostitutas. (…) El sábado no hubo espacio para ellos en Canaletes hasta que bien entrada la madrugada desapareció la invasión culé a manos de un dispositivo policial colosal. (…) Lástima que esa reconquista, que apenas dura unas horas, (…) sea un espejismo, un oasis en ese desierto que se convierte en paraíso culé cuando los equipos del club azulgrana consiguen los títulos en juego. Las noches en la Rambla seguirán siendo propiedad de los otros, de los que mancillan el paseo más internacional de la ciudad, hasta que alguien ponga remedio.

Tal vez, si la articulista hubiese escrito realmente “desde Canaletes” hubiese visto que estas celebraciones, y hoy en día más que nunca, no solo no expulsan, si no que incluyen a esos otros. Son fiestas insolentes, que acogen en su seno a la miríada de seres –turistas, inmigrantes o buscavidas_ que forman parte del paisaje cotidiano del centro de la ciudad. Porque, por más que irrite a algunos adalides de la reconquista higienista, al grito de un “Barça, Barça” en mil acentos, el personal disfruta de lo lindo y algunos, además de disfrutar, hacen su agosto.

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